Ahora entiendo por qué voy de contramano a las tendencias políticas de algunos de mis hermanos. Desde luego mis deducciones son muchas, a...
Ahora entiendo por qué voy de contramano a las tendencias políticas de algunos de mis hermanos.
Desde luego mis deducciones son muchas, aunque de entre ellas destacaría dos o tres, las demás formarían parte de la rutina cotidiana.
En primer término: aunque tratemos de negarlo, se trata del fantasmagórico miedo, herencia del genocidio que, pese habernos sacudido los hombros y abierto los ojos, no hemos podido borrar su imagen de nuestras cerebrales retinas.
En segundo término; consiste en el temor de estar arriesgando nuestro bienestar, conquistado en buena ley, por un ideal, erigido sobre arenas movedizas y un cúmulo de suposiciones.
En tercer lugar y tal vez el más delicado siendo el más sugestivo, intentar superar el olvido yendo de la mano con el perdón en bien de una supuesta convivencia pacífica, asediados por las dudas de estar compartiendo el suelo embebido de nuestra sangre, precisamente con los nietos de quienes fueron nuestros verdugos.
Por lo pronto, nuestra diáspora se halla muy cómoda en la situación que se encuentra y ve las cosas con otros ojos, mide nuestra historia reciente con una mentalidad abierta y realista, ya no se exaspera tras las ilusiones infundadas, las promesas a medias de los amos del mundo. Para ellos Armenia de su diáspora no ha muerto, anida en el corazón de cada uno; ha superado todas las fronteras, las barreras ideológicas y las nacionalidades, se ha adoptado al mundo como a la Patria Grande, como lo fue antes como lo será siempre; pero, con distinta fisonomía.
Nuestra diáspora armenia tiene plena conciencia que está en peligro de extinción, pero sus hijos crecen sanos, sin traumas generacionales con mira hacia el futuro; y eso vale. Su armenidad tiene un toque distinto a la de sus mayores, aunque no ignoran quienes son y cuales fueron sus raíces; simplemente lo disimulan. Parecen estar distraídos, pero saben que el Ararat les pertenece. Para ellos el genocidio fue una pesadilla de sus padres y abuelos. Tienen plena conciencia que el pasado quedó atrás y que los muertos no resucitan.
Ahora entiendo; entiendo por qué me han cerrado las puertas en mi cara, dejando curiosamente las ventanas abiertas y por qué mis escritos los enmudece. Ahora entiendo que sus reclamos ante Turquía por su obstinado negacionismo es obra de su inercia y desesperación, por no dar el brazo a torcer, por creer que con ello estén vengando a sus abuelos. Han hecho de sus reclamos una suerte de tradición folklórica dando imagen de su unión, inexistente, más que en los 24 de Abril, colgado del almanaque.
Quisiera suponer que El Estado turco finalmente reconoce el genocidio, los armenios que durante años tiraron por la cuerda, la soltarían y volverán a sus casas con la conciencia tranquila y el deber cumplido y ¡Viva Armenia! Se acabó la farra.
Nuestra causa quedaría sin causa, cumplido una etapa más de nuestra Armenia inmortal; un capítulo más para sumar a nuestra enciclopedia Bíblica; de los Urartú emparentados con lo sumerios, de la primera bodega armenia que lleva más de seis mil quinientos años de existencia, de la fortaleza de Erepuní en tiempos de Nínive, antigua Yerevan, hoy Capital de Armenia República Independiente. A mis hermanos, respetuosamente.
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