El Parlamento francés acaba de aprobar la ley contra la negación de los genocidios reconocidos como tales por la legislación francesa, y castiga a quien la infrinja con un año de prisión y 45 mil euros de multa.
El Parlamento francés acaba de aprobar la ley contra la negación de los genocidios reconocidos como tales por la legislación francesa, y castiga a quien la infrinja con un año de prisión y 45 mil euros de multa.
El genocidio armenio figura entre los principales en el recuento del horror, por lo que si alguien entre Vds. ha oído en estos días cavernarios rugidos o escalofriantes chirríos, como si la Tierra fuera a salirse de su órbita, no se asusten: se trata de las reacciones turcas contra dicha ley, que amenazan con reducir las relaciones diplomáticas entre ambos países a las mantenidas entre los elefantes y las hormigas; ni vayan tampoco a recelar si acaso huelen en exceso a azufre, porque ése es el perfume que se expande automáticamente desde Ankara en cuanto se empieza a debatir sobre el tema en París. Todo ello, por lo demás, en puntual reedición de lo acaecido en 2006.
Con independencia de la constitucionalidad
o no de la ley, o de si se aviene o no a la legislación europea en la materia,
según sostienen respectivamente quienes niegan o afirman la legitimidad de
cualquier intervención del Parlamento francés en el ámbito de la memoria ajena,
la cuestión decisiva es si le es posible o no a un parlamento legislar sobre la
historia. La respuesta, entiendo, es no si la finalidad es fijar los hechos o
determinar la interpretación de los mismos. En tal caso el órgano legislativo
estaría suplantando al historiador en sus labores y vulnerando la libertad de
pensamiento y de expresión. La respuesta, en cambio, es sí cuando lo que está
en juego es, sencillamente, la justicia. Y tanto en lo referente al pasado como
en el presente, es decir, a la hora de preservar la verdad ya suficientemente acreditada
de los hechos como a la de establecer su posible influencia en las relaciones
bilaterales con los países que la niegan.
Negar a estas alturas la planificación
burocrática, sistemática y general, del exterminio armenio por parte de quienes
realmente gobernaban el Imperio Otomano, a saber, los Jóvenes Turcos, es algo
que nadie osa. Salvo los turcos, se entiende, que en su inmensa mayoría han
hecho de este punto, por interés o ignorancia, un artículo de fe. Sorprende la
comunión de cualquier político turco, sea cual sea su pelaje ideológico, con
esa mentira oficialmente establecida y llevada a los altares, al extremo que
para ellos el olvido del genocidio mediante su negación es tan sustancial como
para el pueblo-víctima su afirmación mediante la memoria.
La legitimidad de la intervención de un
órgano político como el parlamento en la historia proviene ante todo de la
propia política. En el caso francés, por ejemplo, más allá de que falte la
alusión a “la incitación a la violencia o al odio de un grupo de personas”
–vale decir, del motivo por el cual la UE autoriza desde 2008 la inclusión en
el ordenamiento de los países miembros de la represión de la negación,
apología, etc., del genocidio, como señala R. Badinter en su crítica de la
Asamblea Nacional-, es decir, más allá del vacío jurídico en el que ha tenido
lugar, la legitimidad de su acción proviene de la conducta turca en relación
con los armenios y con los propios turcos que sí reconocen el magnicidio.
Cuando Erdogan califica de “monstruosidad”
el monumento a la reconciliación entre armenios y turcos alzado en Kars –y
demolido poco después-, pero mantiene en la ciudad fronteriza de Igdir el
monumento al… genocidio turco por parte de los armenios; o lo que es igual,
cuando falsifica la historia al son que marca su interés. O cuando la legislación
turca prohíbe hablar de genocidio armenio; cuando se amenaza, y en ocasiones se
asesina, a quien lo afirma y se garantiza impunidad a los asesinos. O cuando, y
sobre todo, Armenia es vejada, humillada, mortificada por su aspiración al
reconocimiento del mismo, etc. Cuando todo eso ocurre, ¿no hay en acto un
ejercicio de violencia hacia la verdad histórica, de odio a quien la defiende y
de permanente violación de los derechos humanos? ¿Y no es en ese caso la ley
francesa una acción de defensa de la verdad, de protección de los indefensos,
de tutela de los derechos justo por ser una afrenta directa a su perseguidor?
Por lo demás, no vale aquí que Erdogan
pueda razonablemente desnudar las vergüenzas francesas en Argelia como
argumento deslegitimador de la decisión adoptada por el
Parlamento francés, por cuanto ni el millón
corto de muertos con el que se saldó el conflicto entre las partes, ni la
lección de deshonor impartida por Francia, contrapesan el millón largo de
muertos armenios que la sed turca de exterminio dejó como estela de su furor.
Al mirar los hechos en perspectiva, los muertos ni se contrapesan ni se
canjean, sino que se suman, y es la existencia de lo humano la que degrada de
continuo su dignidad a través de la herida abierta de las masacres. La crítica
del uno, pues, no redime al otro, y desde luego no legitima su acción frente a un
tercero; pero si para lanzar la piedra hubiéramos de esperar a la falta de culpa,
la vida humana habría de inscribirse en el reino vegetal. Añádase a ello que en
un mundo tan fuertemente interrelacionado como el actual, y con una población
tan densamente heterogénea en cualquiera de los países desarrollados, las
diversas historias ajenas se mezclan entre sí en la política nacional del país
de acogida, lo que, para bien y para mal, impulsa hacia la ocasional
transformación de los parlamentos en tribunales internacionales. Antes o
después, por tanto, la injerencia en los asuntos de otro está garantizada.
Ahora bien, la testarudez negacionista de
la política turca tiene un precio, y alto: el de su incapacidad para
democratizarse. Negarse a revisar y asumir su pasado no sólo ocluye formas
posibles de futuro, de cooperación estable con sus iguales, sino que la condena
a no poder prescindir de la violencia, más tácita o más explícita, más honesta
o más cínica, con los demás. La arrogancia, la intimidación, la amenaza frente
a unos; el cinismo del nudo interés frente a otros; y quizá hasta la cesión ante
el chantaje frente a terceros se enumerarán entre las diversas manifestaciones
de la misma. Ni la paz, ni la libertad, ni los derechos humanos salen muy
reforzados que digamos de semejante inframundo.
A Turquía, además, la ha empezado a
perjudicar otro hecho del que la mencionada ley francesa es quizá su primera
gran manifestación internacional; pronto llegará 2015, y el 25 de abril de ese
año, se empezará a cumplir un siglo de la hecatombe, lo que no propicia
precisamente no ya su olvido, sino ni siquiera su ocultamiento o disimulo, como
se ha venido haciendo hasta ahora. Por mucho que Erdogan y la camada
nacionalista se empeñen en camuflar y trastocar las evidencias, el gran
fantasma de la memoria turca se hará cada vez más concreto y más presente, y
par al reloj de la conciencia poetizado por Baudelaire no dejará de martillear
el presente de Turquía con su incesante Souviens-toi!, Souviens-toi!
(¡Acuérdate, Acuérdate!): y el país deberá recordar en el interior de ese
espacio simbólico de un siglo que con el paso del tiempo no es tiempo sólo lo
que pasa: que no todo pasa con el tiempo.
* El
autor es filósofo español y catedrático de la Universidad de Sevilla.
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