Hace cien años, por estas fechas, murió Gustav Mahler. En 1911, grandes progresos técnicos y científicos habían marcado el nacimiento del nu...
Hace cien años, por estas fechas, murió Gustav Mahler. En 1911, grandes progresos técnicos y científicos habían marcado el nacimiento del nuevo siglo XX, pero la belle époque comenzaba a declinar, en la antesala de los primeros horrores de la centuria. Mahler vivió la mayor parte de su vida en el siglo XIX, pero el éxito de su música en todo el mundo habría de estallar después de la segunda gran guerra. Este judío de Bohemia, en el antiguo imperio austrohúngaro, hoy República Checa, escribió involuntariamente la banda sonora del trágico siglo XX. Pero su obra, inquietante y amenazante, sirve también para subrayar los miedos y perplejidades de nuestro tiempo.
Con el estreno del siglo XX, un Mahler cuarentón y con cierta fama de libertino se casó con la bella Alma María Schindler, 20 años más joven. Gustav ya dirige la Ópera de Viena, después de haber soportado fuertes campañas antisemitas en contra. Ante las presiones de la temible Cósima, la viuda de Wagner, que se oponía a que un judío ocupara el puesto, Mahler se había convertido al cristianismo. La joven Alma, lectora adolescente de Nietzsche, había debutado en asuntos amorosos con Gustav Klimt, el líder de la estética secesionista, que también le sacaba dos décadas y tenía sífilis. Después se enamoró de Alexander Zemlinsky, su profesor de música y mentor de Arnold Schönberg, un tipo feo y de baja estatura. La boda con Mahler sorprendió a la buena sociedad vienesa de la época, por la diferencia de edad y la condición judía del músico. En la Viena de principios del siglo XX, ser antisemita resultaba incluso de buen tono, y la misma Alma lo era. Aún faltaban tres décadas para que Hitler tomara el poder.
También sorprendentemente, la inteligente estudiante de composición capituló ante el imperativo machista de Gustav Mahler. Renunció a su futuro artístico para centrarse sólo en el gobierno del hogar. Tanta fue la presión que acabó buscándose un amante, por vez primera joven y apuesto. Ella, que había comenzado con el Secesionismo de Klimt se pasó después a la Bauhaus, con su adúltera historia con Walter Gropius, que terminaría siendo su segundo marido. Más tarde, del genio de la arquitectura saltó a la pintura, cuando hizo enloquecer a Oskar Kokoschka, más sexo que amor en este caso. El pintor la retrató en lienzos y dibujos, y cuando ella lo abandonó se hizo fabricar una muñeca con los rasgos de Alma, de tamaño natural, con la cual comía y dormía, hasta que una noche resultó destrozada en alguna bacanal.
Finalmente, Alma decidió desembarcar en los puertos de la literatura, como si anduviera completando su formación. Se casó con el poeta Franz Werfel, otro judío feo y, esta vez, rechoncho, según ella misma. Amante de las simetrías, engañó a Mahler con Gropius y a Gropius con Werfel. Abeja reina, Alma gestionó eficazmente el legado musical de Mahler y, bajo su impulso, Franz se convirtió en un novelista best seller. Werfel fue uno de los primeros en escribir sobre el genocidio armenio por parte de los turcos, con su novela Los cuarenta días de Musa Dagh, un éxito internacional. Aunque no tanto como lo sería La canción de Bernardette, que le abrió las puertas de Hollywood y suponemos que también las del Cielo. El matrimonio huyó del nazismo atravesando los Pirineos, camino de Lisboa, en compañía de Heinrich Mann y su sobrino Golo, hijo de Thomas, y terminaron viviendo en California.
Alma fue una coleccionista de personajes ilustres, y su biografía atraviesa como pocas los grandes acontecimientos del siglo XX. No dejó obra propia, al margen de algunas canciones, pero influyó en la producción de los hombres que pasaron por su vida: en la inacabada Décima Sinfonía de Mahler o en los trabajos de Kokoschka. Antisemita de salón antes del nazismo, regresó a la Viena de postguerra para reclamar algunas propiedades. El juez le preguntó cómo era posible que una buena cristiana hubiera contraído matrimonio con dos judíos. Alma abandonó el lugar, volvió a Nueva York, y nunca más regresó a su país. Tuvo tres maridos, pero decidió pasar a la posteridad con el apellido del primero, sin duda la gloria más perdurable. En su féretro estaban las partituras de Tristán e Isolda, la ópera de su vida, "para poder tocarla el día del Juicio Final". Genio y figura, como en un adulterio póstumo, la viuda de Mahler se hizo enterrar con Wagner. De la obra de su esposo le gustaban la Sexta y la Séptima, matizando que "si oyes una tras otra las diez sinfonías terminas hasta las narices de su eterno coloquio con Dios". Alma murió en los sesenta. A saber lo que habría opinado la terrible viuda acerca del delirio mahleriano de nuestros días.
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